Mujeres de nuestra historia

Inma Clopés “Los objetivos y la élite no iba conmigo. Yo estaba en el atletismo por otras cosas, como la amistad”

Imma Clopés es una mujer de campo. Una atleta que salió de una aldea minúscula de l’Alt Ampurdà, al norte de Girona, para alcanzar las cumbres del deporte en Atlanta y Sídney. Una familia muy humilde que vivía arrendando un terreno y donde todos, los padres y los siete hijos, arrimaban el hombro: trabajaban la tierra y cuidaban de los animales. Y estudiaban, claro. Porque los padres siempre tuvieron el propósito de hacer lo que estuviera en sus manos encallecidas por ayudar a sus hijos a alcanzar sus sueños.

Pedret i Marzà es un pueblecito donde vivían 130 personas. Los Clopés estaban un poco más lejos, a kilómetro y medio, viviendo en una austera masía con solo unos vecinos. Marzà es el núcleo principal y al lado está Pedret, que es poco más que un par de masías junto a la iglesia románica. La familia la formaban el matrimonio y sus siete hijos. Aunque en invierno crecía con un componente más, un pastor que bajaba de las montañas cuando llegaban las nieves y pasaba el invierno con ellos hasta que asomaba la primavera. Entonces esquilaba las ovejas y regresaba con el ganado a las zonas altas.

Imma, la quinta de los siete hermanos, fue al colegio en Vilajuïga, donde ahora vive con su pareja, y al instituto en Figueres. En aquella tierra a mitad camino entre la frontera con Francia y el Cap de Creus se forjó una niña muy fuerte, una niña acostumbrada a llevar un tractor o a ordeñar a las vacas, una niña que pronto llamó la atención. Porque además de ayudar a labrar los campos, de recoger balas de paja o de alimentar a los cerdos, los conejos y las gallinas, Inma iba al colegio. Y allí, en 5º de EGB (el equivalente a 5º de Primaria), apareció uno de esos profesores providenciales, uno de esos licenciados en Educación Física a los que el atletismo español debe muchos de los talentos que han salido de lugares remotos.

Me vio en el cole y, al ver mis aptitudes, habló con el director. Pero este le dijo que yo no iba a poder practicar atletismo, que éramos una familia muy humilde, con muchos hermanos… Pero aquello llegó a oídos de mis padres y, aunque tenían muy poco, siempre buscaban la forma de ayudarnos. Mi madre me propuso hacer natación en Figueres, que estaba más cerca, pero yo quería correr y saltar. Aún tardamos dos años en decidirnos y ponerlo todo en orden, pero al final decidimos que me llevarían a Girona dos veces a la semana para entrenar“, rememora Imma con un poso de agradecimiento.

En aquella época la hermana mayor estaba a punto de sacarse el carnet de conducir, pero llevar a la niña a Girona era un gasto y obligaba, además, a reorganizar el trabajo en la tierra, así que decidió renunciar y sacrificarse por su hermana. Semanas después, Imma y su madre fueron a Figueres a comprar sus primeros clavos. Un hombre se sorprendió al verla con aquellas zapatillas y le contó que se estaban organizando unos juegos escolares y que él y otros profesores estaban montando un equipo de atletismo en Figueras. “Y ese es el club de mis inicios, con el que estuve desde los diez años hasta que me fui a la universidad a Barcelona“.

La quinta de los Clopés no pudo contener la emoción el primer día que fue a entrenar a Girona. Su madre se preocupó al verla llorar en el coche pero la niña la tranquilizó diciéndole que era porque estaba muy contenta. Todos los martes y todos los jueves -al año siguiente también todos los miércoles-, su madre la esperaba a las cinco en la puerta del colegio, Imma se subía corriendo al Land Rover y, juntas, enfilaban la carretera general, adelantando a los camiones, para llegar a tiempo a Girona. Ya en la ciudad, tenían controlados los semáforos e iban por las calles más favorables para llegar a las seis a la pista. Allí pasaba cerca de tres horas entrenando. Mientras, su madre, como no tenía sentido volver al pueblo, aprovechaba el tiempo para tejer o zurcir en el coche mientras esperaba a la niña. A las nueve salía Imma y volvían a la carretera para llegar a las diez de la noche a la masía.

Al acabar el instituto, decidió estudiar INEF en Barcelona. Imma se mudó al Centro de Alto Rendimiento y el cambio del campo a la gran ciudad fue muy brusco. “Era todo un shock para mí. El tráfico, el ruido, la cantidad de gente… Yo, que siempre he sido un poco solitaria e introvertida, no estaba acostumbrada a aquello. Y encima era todo nuevo para mí. Las primeras semanas me las pasé comiendo dulces por las calles de Barcelona. Yo no había probado todo eso en mi vida. Y engordé diez kilos. Estuve muy incómoda y estaba deseando que llegara el viernes para volver al pueblo. Me subía al tren y en cuanto pasabas Granollers, ya empezaba a estar todo más verde y me sentía mejor. En cambio, los domingos eran terribles“.

Nunca terminó de encajar en los grandes grupos de Barcelona. Ella prefería irse a Serrahima y entrenar cerca de los lanzadores de Llorenç Cassi. “Los lanzadores y los de combinadas siempre nos hemos llevado bien. Quizá porque nunca hemos tenido tanto protagonismo como los demás“, apunta. Al final de su carrera también frecuentó Vilanova i la Geltrú, donde entrenaba el grupo de Carlos Lloveras, que llevaba a Carlos Sala y a Carme Blay. “Los CAR siempre han sido muy elitistas y ahí nunca me he sentido cómoda. Una vez que fui al psicólogo del CAR, me dijo que tenía que buscar un objetivo, ponerme retos. Y yo le decía: “No m’atalavis” (No me agobies). Esto de los objetivos y la élite no iba conmigo. Yo estaba en el atletismo por otras cosas, como la amistad“.

Al final encontró su sitio en Alhama de Murcia, en el grupo de combinadas donde estaban Antonio Peñalver, Javier Aledo, Manuel Alberola, Montaño… Y, más tarde, Ginés Hidalgo y los hermanos Benet. “Alhama, entonces, era como la meca de las combinadas en España. Se organizaban encuentros internacionales y venían los mejores del momento. No sé si llegó a venir Daley Thompson, pero no faltaban los checos y todos los buenos“.

Allí se encontró más a gusto que en Barcelona. Aunque entrenaba a distancia y se desplazaba a Murcia en Semana Santa, en Navidades, en verano… En Alhama gastaba fama de callada. No hablaba mucho y encima le costaba un gran esfuerzo, y le sigue costando, aparcar el catalán para hablar en castellano.

Imma Clopés, que hoy tiene 53 años, llegó a ser la mejor heptatleta de España. A ella no le gusta reconocerse como una gran deportista, ni como una atleta de élite, pero ahí están sus siete Campeonatos de España de heptatlón y los seis de pentatlón. Sus cuatro récords nacionales al aire libre y otros cuatro en pista cubierta. Y su participación en todas las grandes citas internacionales: Europeos y Mundiales al aire libre y en pista cubierta -su mejor resultado fue el séptimo puesto logrado en Valencia en el Europeo ‘indoor’ del 98 con récord de España incluido-, y, sobre todo, dos Juegos Olímpicos: Atlanta 96 y Sídney 2000.

Los Juegos fueron otra conmoción. Imma fue de esas niñas que creció viendo la edad de oro del atletismo. “En la masía no teníamos ni sofá, pero me ponía una silla delante de la tele y veía a Daley Thompson, a los británicos y los españoles del 1.500, a Carl Lewis… Me chupé los Juegos de Moscú y los de Los Ángeles“.

Igual que no se siente una atleta de élite tampoco cree que haya sido una pionera. “Eso lo fueron las que estaban antes, como Ana Pérez, que tuvo el récord de España, y Susana Cruz, que se lo quitó. E imagino que las que estuvieron antes que ellas. Luego ya vinimos yo, que se lo quité a Susana, y María Peinado, que me lo quitó a mí. Y ahora tenemos a súper María, que es una fuera de serie, que está arrasando y no solo en las combinadas sino en todo lo que hace“.

El respeto por sus predecesoras es casi reverencial y aún recuerda con sufrimiento el día que batió el récord de España durante una Copa de Europa en Bressanone (Italia) en 1994. “Cuando estaba en la cocina de la masía con mi madre, le decía que si Susana Cruz podía hacer esa puntuación, yo también. Y al llegar a Bressanone empecé a sentirme cómoda. Eso está al norte de Italia, casi en el Tirol, y recuerdo que el hotel estaba cerca y fuimos a la pista caminando. Era a primera hora de la mañana y recuerdo el aire fresco que venía de la montaña, pasar por al lado de un río y escuchar el agua que se movía, saltar y tener como referencia un pico que había detrás de la colchoneta… Me integré en el entorno y fui feliz. Pero luego, tras batir el récord de España, volvimos a la habitación que compartía con Susana y no me atrevía casi a estar contenta. Le dije que lo sentía mucho; me sabía fatal. Yo casi me he alegrado más por los éxitos de las compañeras que por los míos y eso creo que es algo típico de las combinadas: el compañerismo“. Dos de sus mejores recuerdos son los dos heptatlón que le dieron acceso a los Juegos Olímpicos. La de Atlanta llegó en Alhama y la de Sídney, en Logroño, donde hizo 5.843 y la mínima B era 5.860. “Me hicieron ir al Campeonato de España a disputar todas las pruebas individuales y llegué muy cansada. Luego, en los Juegos, llegué ya muy casada, apenas descansé, y en la longitud cometí tres nulos y me retiré“.

En ambos Juegos aprovechó aquellos viajes tan largos para disfrutar después de unas vacaciones recorriendo el país con sus amigas. En Atlanta se fue a viajar por California y alrededores. Pasaron por el Gran Cañón, por Yosemite, San Francisco y Los Ángeles. Y en Sídney alquilaron una furgoneta y se marcharon, desde Sídney, por la costa durante un mes. “El atletismo, para mí, también es eso. Mi motor han sido las emociones“. O el estrés de la villa olímpica, rodeada de leyendas, tanta emoción, tantas expectativas, que apenas podía dormir unas pocas horas. “Pero hay que vivirlo eso“.

Ella era olímpica, campeona de España y plusmarquista nacional, pero, tímida y reservada, le pedía a su madre que no contara nada en el pueblo. “Pero es un pueblo y, claro, al volver me hicieron una fiesta y le pusieron mi nombre al centro cívico. Son recuerdos que te duran para siempre“. Siempre le apoyaron, igual que sus hermanas, que los días previos a una gran competición iban a la casa que compartía con su pareja y le ayudaban con las tareas para que pudiera descansar un poco. O su madre, que decía que ella tenía que estar en la recta cuando acababa el 800 del heptatlón. Y, nerviosa como estaba, discutía con la tía que, entonces, se tenía que ir a la contrarrecta.

Hoy es feliz de nuevo en l’Alt Ampurdà, cerca de la montaña, donde corre y pasea en bicicleta, donde a veces se desvía hasta el mar. Primero lo intentó como profesora, pero no cuadró. “Yo soy una persona salvaje y no me van las multitudes“. Encajó mejor en la administración, donde trabaja de 8 a 15 horas y tiene toda la tarde para ella. “Yo soy muy de la tierra y creo que por eso, porque no me pareció ético, siempre me quedé en los clubes de aquí, como el GEiEG“. Y en casa, los días de añoranza, se va a la estantería y selecciona alguno de los 40 álbumes atiborrados de fotos, recortes de prensa y recuerdos que le trasladan a sus años de atleta, de atleta de élite, aunque no le guste, y revisa los diarios donde escribía sus vivencias, sus reflexiones. O las cartas, el whatsapp del siglo XX, que se enviaban las compañeras y que todavía conserva como una reliquia. Y entonces, y solo entonces, ve todo lo que consiguió y se concede, durante un breve espacio de tiempo, apenas unos segundos, un poco de vanidad y recordar que, igual sí, fue una atleta de élite.

Por : Fernando Miñana

COMPARTIR: